jueves, 19 de mayo de 2011

"ABRIENDO MI MENTE Y ALMA"

Era una mañana como cualquier otra. Yo, como siempre me hallaba de mal humor. Te regañé porque te estabas demorando demasiado en desayunar, te grité  porque no parabas de jugar con los cubiertos y te reprendí porque masticabas con la boca abierta. Comenzaste a refunfuñar y entonces derramaste la leche tu ropa. Furioso te levanté por el cabello y te empujé violentamente para que fueras a cambiarte de inmediato. Camino a la escuela no hablaste. Sentado en el asiento del auto llevabas la mirada perdida. Te despediste de mí tímidamente y yo sólo te advertí que no te portaras mal. Por la tarde, cuando regresé a casa después de un día de mucho trabajo, te encontré jugando en el jardín. Llevabas puestos tus pantalones nuevos estando sucio y mojado. Frente a tus amigos te dije que debías cuidar tu ropa y los zapatos; que parecía no interesarte mucho el esfuerzo de tus padres por vestirte. Te hice entrar a la casa para que te cambiaras de ropa y mientras caminabas frente a mi te dije que caminaras erguido. Mas tarde continuaste haciendo ruido y corriendo por toda la casa. A la hora de cenar arrojé la servilleta sobre la mesa y me puse de pie furioso porque no parabas de jugar. Con un golpe sobre la mesa grité que no soportaba más ese escándalo y subí a mi dormitorio. Al poco rato mi ira comenzó a apagarse. Me di cuenta que había exagerado mi postura y tuve el deseo de bajar para darte una caricia, pero no pude. Cómo podría un padre, después de hacer tan escena de indignación, mostrarse sumido y arrepentido?  Luego escuche unos golpecitos en la puerta. “Adelante”… dije, adivinando que eras tú. Abriste muy despacio y te detuviste indeciso en el umbral de la habitación. Te miré con seriedad y pregunté: ¿Te vas a dormir?... ¿vienes a despedirte? No contestaste. Caminaste lentamente con tus pequeños pasitos y sin que me lo esperara, aceleraste tu andar para echarte en mis brazos cariñosamente. Te abracé… y con un nudo en la garganta percibí la ligereza de tu delgado cuerpecito. Tus manitas rodearon fuertemente mi cuello y me diste un beso suavemente en la mejilla. Sentí que mi alma se quebraba. “Hasta mañana papito” me dijiste. ¿Qué es lo que estaba haciendo? ¿Por qué me desesperaba tan fácilmente? Me había acostumbrado a tratarte como una persona adulta, a exigirte como si fueras igual a mí y ciertamente no era igual. Tú tenías unas cualidades de las que yo carecía: eras legítimo, puro, bueno y sobretodo, sabías demostrar amor. ¿Por qué me costaba tanto trabajo? ¿Por qué tenía el hábito de estar siempre enojado? ¿Qué era lo que me estaba aburriendo? Yo también fui niño ¿Cuándo fue que comencé a contaminarme? Después de un rato entré a tu habitación y encendí con cuidado una lámpara. Dormías profundamente. No pude contener el sollozo y cerré los ojos. Unas de las lágrimas cayó en tu piel. No te inmutaste. Me puse de rodilla y te pedí perdón en silencio. Te cubrí cuidadosamente con tus mantitas y salí de la habitación. 

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